La misericordia es el puente que conecta a Dios y al hombre, abrir nuestros corazones llenos de esperanza de ser amados eternamente a pesar de nuestro pecado.
El Viernes Santo se conmemora el acto supremo de misericordia, Jesús se entrega en una muerte ignominiosa para reconciliarnos con el Padre. San Pablo lo describe en su carta a la iglesia en Filipos: “… se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,7-8).
Este acto supremo de misericordia fluye de la compasión de Dios. En su raíz, la palabra compasión significa “sufrir con”, acompañada por un deseo de aliviar el sufrimiento. La compasión de Dios no es mera empatía, sino un intercambio de nuestro sufrimiento y una determinación de aliviarlo. Ese deseo, esa determinación manifiesta en sí mismo la misericordia de Dios. Jesús es la personificación de la misericordia de Dios, o, como lo expresa el Papa Francisco, “Jesús es la misericordia encarnada”.
La liturgia el Viernes Santo es central a la Pasión del Señor. Incluye la antigua costumbre Cristiana de Adoración de la Santa Cruz, que data del cuarto siglo. (Peregrinación de Egeria). La antífona cantada durante la adoración explica por qué veneramos y exaltamos este símbolo de nuestra salvación:
Tu cruz adoramos, Señor,
y tu santa resurrección alabamos y glorificamos.
Por el madero ha venido la alegría al mundo entero.
Nuestro Santo Padre Francisco nos recuerda que, “Jesús en la Cruz siente todo el peso de la maldad, y con la fuerza del amor de Dios lo conquista; lo derrota con su resurrección. Esto es lo que Jesús hace por nosotros en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de haber sido salvados y de hacer un poco de lo que él hizo el día de su muerte ” (La Iglesia de la Misericordia).
Piense en esto por un momento. Jesús transformó la cruz, un instrumento de muerte, una marca de ignominia y falla humana, en un símbolo del triunfo del amor y la misericordia.
Cada uno de nosotros tiene su propia cruz y en algunos casos sus cruces, las cuales pueden ser inmensas, casi insoportables. Busquemos abrazarlas, como lo hizo Jesús y él vendrá a ayudarnos a cargar nuestras cruces al igual que Simón de Cirene le ayudó a él. Ellas son nuestro emblema del discipulado.
“Entonces Jesús dijo a sus discípulos: ‘El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’” (Mt 16,24).