La duda es oscuridad, un vacío que anhela la luz de la fe. Jesús nos dijo, “Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas” (Jn 12,46).
La fe nace de un encuentro con Jesús; un encuentro que él mismo inicia.
La fe es un don gratuito de Dios, mediado por la comunidad de fe. El Papa Francisco nos recuerda que, “Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente” (Lumen Fidei 39), es comunal por naturaleza propia.
No podemos sembrar fe donde hay duda, pero podemos permitirnos convertirnos en un canal a través del cual el Espíritu Santo puede implantar la semilla de mostaza de la fe en el corazón del otro.
Nuestro mundo, impregnado por la creencia de que la ciencia es capaz de explicar todas las cosas, adora la certitud. Sin embargo, existe el punto inevitable, el umbral de la fe, más allá del cual la ciencia no puede penetrar.
En ese momento compartimos el pensamiento de San Bernardo de Clairvaux, quien escribió: “Creo aunque no comprendo, y sostengo en fe lo que no puedo comprender con la mente.”
Así volvemos a la esencia de la oración del San Francisco, no que pidamos sabiduría, sino que pidamos ser instrumento de Dios.