Me temo que el diluvio de acontecimientos catastróficos, naturales y causados por el hombre, nos han habituado a la inmensa cantidad de dolor humano, sufrimiento y privación que existe en el mundo actual. Lo inimaginable se ha convertido en lo ordinario: decapitaciones masivas, secuestros y tráfico de niños, rapiña deliberada de los ejércitos, victimización de las personas que tienen la esperanza de encontrar refugio, asesinato masivos de personas inocentes y desastres naturales – terremotos, inundaciones, pandemias.
Cuando nos encontramos tan abrumados por la gran cantidad, a menudo más allá de nuestra comprensión, nuestra mente puede desinfectar esos números para que dejen de representar el sufrimiento de seres humanos y se conviertan en estadísticas. Una estadística no tiene ni nombre ni rostro. No duele, ni llora, ni muere.
Es lo que Papa Francisco describe como “globalización de la indiferencia” (Evangelii Gaudium, 46). “Casi sin advertirlo”, nos explica el Santo Padre, “nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii Gaudium, 54).
En su meditación, “ninguna persona es una isla;”, John Donne capta la realidad de la conexión que existe entre los seres humanos al recordarnos, “la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad”. No podemos escapar ni negar nuestro vínculo humano. Estamos unidos a los demás al igual que Jesús lo estuvo con nosotros.
El Evangelio es un llamado a la acción, no a la inercia o la apatía, mucho menos a la negación. La indignación exige una respuesta, no un retroceso.
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