La misericordia “es el acto último y supremo a través del cual Dios viene a nuestro encuentro” (Misericordiae Vultus, 2) y por lo tanto es la designación apropiada de los eventos que rodean la Pasión, Crucifixión y Resurrección de Jesús.
La misericordia tiene dos dimensiones, la doble bendición de la que nos habla Shakespeare, bendice al que la da y al que la obtiene. La Encarnación, Jesús “el rostro de la misericordia del Padre” (MV 1), es el regalo del amor incondicional del Padre, que va dirigido hacia las necesidades del prójimo. La encarnación respondió a nuestra petición de liberación, de restauración, de reconciliación, “Yo te invoco, Señor” (Sal 28,1).
El Domingo de Ramos de la Pasión del Señor es el episodio inicial de la Semana de la Misericordia. Jesús, el Príncipe de la Paz, entra a Jerusalén montado en el pollino o asno, símbolo de la paz; a diferencia del caballo, símbolo de la guerra. Llega en medio de las hosannas de la multitud en contraste con los sumos sacerdotes que conspiraban en contra suya. La misericordia encarnada, nuestro substituto, quien cargó nuestros pecados, está ahí (Is 53,4-5) “… sus palabras, sus acciones y toda su persona revela la misericordia de Dios” (MV 1).
Más tarde la conspiración será “sellada con un beso,” pero no antes de que Jesús se entregue en la Eucaristía, la Nueva Alianza de la Misericordia. Él la perpetúa para hacernos copartícipes de su Sacramento y su servicio. Luego se entrega al Padre, a su traidor y a sus cómplices.
Tras interrogatorios blasfemos y un juicio falso, el don de la misericordia de Dios es rechazado por los poderes de la obscuridad que no pueden superarlo. No puede ser destruido y espera el momento en el que la oscuridad será destrozada por la Resurrección.
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación” (MV 2).
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