Las enseñanzas de Cristo requieren que perdonemos las injurias y extendamos la ley del amor, incluyendo a los enemigos (Mt 5,43-44). Sin embargo, para muchos de nosotros perdonar es difícil y gravoso, aunque tengo la sospecha que el motivo principal es nuestra lucha emocional con un ego herido.
Por otro lado, el perdón es liberador tanto para el que perdona como para el que es perdonado. Es una doble bendición. Shakespeare lo expresó elocuentemente: “La propiedad de la clemencia no es forzada; cae como la dulce lluvia del cielo sobre el llano que está por debajo de ella; es dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe” (El Mercader de Venecia).
El perdón es una acción que fluye de la virtud de la misericordia que Santo Tomas de Aquino considera la mayor de las virtudes porque las demás giran alrededor de ella. Jesús nos pide que seamos misericordiosos como el Padre es misericordioso (Lc 6,36).
Desde luego que, a menudo, nos resulta difícil tanto pedir perdón como otorgarlo. Una vez más, nuestros egos están tan involucrados como la culpa y la vergüenza. Más allá de eso está la aparente incapacidad de perdonarnos a nosotros mismos.
Durante la consagración en cada Misa se nos recuerda que Jesús derramó su sangre por el perdón de nuestros pecados (Mt 26,28). Negar el perdón es una afrenta a Dios, el gran reconciliador.
En una de sus primeras homilías después de ser elegido, el Papa Francisco expresó, “el gozo de Dios es el gozo del perdón.”
Traer el perdón donde hay injuria es difundir la alegría de Dios.
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