“Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga.” Lucas 9:23
Todos llevamos una cruz a cuestas a lo largo de nuestra vida, eso es un hecho, lo que importa es cómo la llevamos. Tenemos una opción. Algunos intentarán ignorar su cruz, otros estarán resentidos y enojados con Dios por habérselas dado. Algunos tratarán de apartarse de ella. Otros abrazarán su cruz.
Para quienes optan por ignorar su cruz, fingiendo que no existe, ésta se convierte en una sombra constante en el horizonte de su vida, una presencia inquietante que no podrán negar. Quienes la aceptan a regañadientes y le preguntan a Dios por qué los ha escogido para darles una carga tan pesada, se encontraran constantemente con su resentimiento “¿por qué a mi Señor?” Y este resentimiento se convierte en una carga aún más pesada que la cruz misma.
Quienes intentan huir de su cruz, sienten que ésta les persigue implacablemente, como el “Sabueso del Cielo”, y eventualmente los agobia. Sin embargo, quienes deciden abrazar su cruz y la ven no como una carga sino como un distintivo característico del discipulado, la verán desaparecer.
La Cuaresma es un buen momento para preguntarnos: “¿Cómo hago frente a mi cruz? ¿Es una sombra inquietante, una fuente de ira y resentimiento, un perseguidor implacable o un emblema del discipulado?
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