El pasado Sábado homenajeamos a 135 voluntarios y voluntarias laicos por su trabajo en la Iglesia y me sentí profundamente emocionado con la experiencia. No tanto por la liturgia, que de por si fue maravillosa, sino por la gratitud que expresaron quienes recibieron el Premio Anual del Obispo por su Servicio a la Iglesia.
Nuestra catedral estaba completamente llena con los familiares y amistades de los recipientes, quienes afirmaron entusiasmados lo mucho que los homenajeados merecían el reconocimiento. Fue una celebración en la cual el sacerdocio real del Pueblo de Dios se encontraba lleno de gozo.
Su respuesta me llenó de humildad. Fue una verdadera manifestación de la Iglesia local; los laicos, el clero y el obispo celebrando juntos su unidad en el Cuerpo de Cristo. Nunca antes había experimentado nada parecido.
La recepción que siguió a la liturgia fue como estar en una gran fiesta familiar, la gente no solo llegaba y se retiraba, sino que disfrutaba entusiasmada la comida y camaradería y nadie quería que el evento terminara.
Todos parecían darse cuenta que aun cuando el festejo era un tributo a los homenajeados, era también un tributo a los innumerables hombres y mujeres laicos, cuyos esfuerzos desinteresados hacen presente a Jesús en nuestras parroquias, nuestros ministerios y nuestras comunidades.
Siempre recordaré este momento.
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