Las cartas anónimas enviadas a párrocos, sacerdotes, funcionarios diocesanos y escuelas crean un verdadero conflicto. Pueden contener acusaciones graves, pero sin el nombre de la persona que las envía es muy difícil que las preocupaciones pastorales o comportamientos inapropiados se manejen de una manera justa e imparcial.
Yo soy muy prudente con las cartas anónimas por dos sencillas razones:
En primer lugar, no hay manera de resolver un problema si no sabes de quien es el problema. La mayor parte de los problemas no son tan sencillos como parecen. Generalmente son problemas complicados que deben discutirse para poder identificarlos y tomar medidas para resolverlos. Además, no se puede dialogar con anónimos.
En segundo lugar, uno no sabe que es lo que motiva una acusación anónima, pero el simple hecho del anonimato la hace sospechosa. Es como contratar a una persona para que haga el trabajo por ti para liberarte de responsabilidad.
No me malinterpreten, hay situaciones que necesitan afrontarse y errores que deben corregirse. No sólo invito, sino que también ánimo a quienes tienen conocimiento de problemas verdaderamente serios a que los den a conocer. Sin embargo, la credibilidad y la responsabilidad son necesarias para asegurar justicia e imparcialidad que no pueden ser establecidas por medio de un seudónimo, sino con un nombre correcto, dirección y número de teléfono.
Para mí es muy importante saber lo que tengan que decirme, pero es igualmente importante saber quien me lo dice.
.
This post is also available in/Esta entrada también está disponible en: Inglés